sábado, 11 de abril de 2009

A mí, no me da igual


Dos días después de cumplirse 17 años desde el golpe de Estado de aquel imborrable 5 de abril, de la consolidación de la dictadura que ahora algunos veneran; Alberto Fujimori terminó tragándose su propio veneno. El martes 07 de abril la Sala Penal Especial ratificó una sentencia que cayó como ácido muriático en la piel de los fujimoristas: 25 años de privación de libertad. Los cuestionamientos que luego recayeron sobre el fallo son secuelas de la sorpresiva llegada de la justicia a nuestro país. Quizá a los (ciegos, sordos, pero no mudos) seguidores del japonés aún les falte agua de azahar para asimilarlo. A los demás, lo que nos sobra es satisfacción por sentir que en este Perú lleno de mezquindades, empachado de prejuicios y, muchas veces, terco en sus errores; se pueda dibujar el símbolo de la justicia.

La sentencia dictada con dureza por el vocal César San Martín, concluyó que el ex mandatario estructuró y ejecutó una estrategia político – militar paralela a la que tanto vociferaba. Una estrategia que tenía como único objetivo la eliminación de terroristas, lo que determinaba, a través de su cónyugue Vladimiro Montesinos. Fujimori como presidente del país no podía no estar enterado de las acciones que cometía el SIN que despachaba directamente para él, como en excesivas veces el Sr. juicio- mediático –Nakasaki argumentaba. Tal como mencionaba en su columna de Perú 21, el abogado Jorge Avendaño “cuando se trata de un jerarca, de un líder, no hay orden escrita”. Asimismo, el especialista en derecho penal Julio Rodríguez mencionó que a través de la teoría de dominio del hecho por dominio de voluntad, Fujimori era el autor mediato porque controlaba todo lo que sucedía, por ser el Jefe de Estado. No en vano dedicó lo que quedó de su mandato a respaldar a ese grupo siniestro llamado Colina y a perseguir a todo aquel que osara recordarle a las víctimas.

En la matanza ocurrida en Barrios Altos, un niño de apenas 8 años, Javier Ríos, murió abrazado a su padre; mientras Kenji Fujimori, de la misma edad, sí podía vivir abrazado del suyo. Los nueve estudiantes y el profesor Hugo Muñoz, que también fueron víctimas de la gula de los Colina y de la sed de poder de Fujimori, terminaron entre los escombros sin poder ser reconocidos. Si fueron terroristas, rojos radicales o de ultra izquierda, se debió concluir después de un proceso justo, en el que pudieran haber sido oídos. El argumento del ‘Ojo por Ojo’ que tanto predican los fujimoristas logra evidenciar el nulo respeto hacia los derechos humanos. Secuestrarlos, matarlos, y desaparecer sus rastros, fue la cadena de errores que sólo un presidente tan cínico y cobarde, capaz de renunciar a millas de distancia, de poner su cara cachacienta Nº 1000 para mandarnos besitos desde Japón y de gritar con media lengua afuera ( al estilo Kiss) que es inocente; podía cometer.

A a la izquierda Javier Ríos.


Por eso, yo sí aplaudo la condena absoluta a quién nunca pensó en las consecuencias, a la criminalidad incrustada en el sillón presidencial, al asesino que nunca se le borraron las huellas de sangre, al tirano que se alimentó del sufrimiento de inocentes, a la amnesia colectiva que aún convive con la estupidez de aquellos que gritan con soltura: A mí me da igual.

Lo que sobresalió:

La rabia de la derecha . César Hildebrandt


Sí, está probado . La República




miércoles, 8 de abril de 2009

Teclado Roto



El día terminaba con el aliento de los fracasados, ese que no te deja saborear ni el pedazo de pan que sobró del desayuno. Hoy se cumplían dos semanas de su ausencia, de su desinterés que se confirmaba con el silencio de sus dedos. Aunque muchas veces me lo repetí, nunca llegó a calar en mi cerebro la idea de apartar la imaginación de mis amores. Lo sé, este no fue un amor, pero se debe considerar que justamente en ese cerebro rebelde y testarudo, el concepto de amor es tan disímil al que vive en los diccionarios. En mi caso el amor tiene características inherentes: lejanía, encanto, fugacidad y fracaso.

Todo (lo que terminó siendo nada para él) empezó entre la caricatura del chat y el coqueteo de las miradas cruzadas. Antes no lo había visto de esa forma, aunque debo confesar que siempre me pareció interesante esa manera de andar y su peculiar forma de vestir. A él le apasionan las películas y Alfredo Bryce. Además, dice conocer más allá de las palabras de las historias contadas en esas pantallas. En alguna ocasión le oí comentar, en realidad leí (chat), frases enteras extraídas de su memoria y de películas que lo impresionaron demasiado. No debería convertirse en apología pero es inevitable describir a alguien que te “cautivó” de la misma forma que lo terminaría haciendo con ella.

La primera pista me la dio el día de la despedida, mientras todos celebrábamos el paso del tiempo y las horas de estudio que consiguieron meternos en el costal de los egresados. Ella habló y yo escuché.

- "Es un chico que me ha “cautivado”. Es todo lo que puedo decir de él".- terminaba la oración con una gran sonrisa mientras cogía el libro que le había regalado.

Los rumores alimentaron las dudas que gigantes aparecieron en mi cabeza. Recordé la vez en que él me comentó que debía regalar algunos libros además de un cd con música que era especialmente para mí. Ella continuó lapidándome.

- Bueno, está en nuestras clases pero no es de la base .- Me mató.

Sólo existían tres posibilidades, aún tenía esperanzas. En el viaje de regreso le pedí su celular y ví los mensajes de texto que él le había escrito, terminé por confirmarlo todo y fue en ese momento que mi corazón me abandonó y empezó a despedazarse. En el pecho no sentía más que un dolor que me presionaba de un modo asfixiante. Abrí la ventana del carro y sólo dos perros copulando distrajeron mi atención. Avanzamos dos cuadras y yo de nuevo estaba ahogándome en mis pensamientos, en mis penas, en mis lamentos. Una vez más me había sucedido y yo como siempre desprevenida.

Desde ese día no hubo más película, más libreto ni más comunicación. Terminó por escribir una historia en la que yo terminaba perdiendo. Él sabía cuánto odiaba perder y cómo detestaba oprimir al corazón. Sin embargo, aquí me tiene esperando el final, que se acerque a cerrar el telón, a poner el “the End” que tantas veces escribió.
P.D. Post reciclado escrito con evidente desazón del momento.

sábado, 4 de abril de 2009

Cuando Miami nunca existió


Es difícil reaccionar frente a una verdad contada después de 15 años. Es como si te pegaran ahora, y cuando cumplieras 40, recién empezaras a sentir el dolor. Es incierto precisar, aún cuando nos llegamos a conocer tanto, qué sentiremos cuando nos invade una verdad escondida.


Amarrarme los zapatos, sin dejar los lazos ahorcándose entre sí, era mi prioridad. Le seguían, el conocer a las dalinas de Nubeluz y conseguir que mi mamá aceptara adoptar un perro. En esos años, mientras las noches se anunciaban con coches bombas, vivíamos aún en La Victoria. Tener 8 años bastaba para justificar mi indiferencia al enfrentamiento que agobiaba al país, por lo tanto, nunca me esmeré en saber más de lo que me contaban. Para mí Abimael era el malo y Fujimori, bueno, Fujimori era el chino. Por eso, teníamos como refugio la casa de mi tía Nelly. Me encantaba repetirlo cuando íbamos en el auto verde de mi papá. En esa casa podía jugar a tener un perro (aunque el pobre nunca entendiera), y podía alucinar que era uno de ellos.


Peter tenía 4 hermanos para jugar, y 4 hermanos para cuidar. Él era el mayor, pero el menos indicado para imitar. Desde los 15 años probó la marihuana. Cuando sus amigos del colegio se la presentaron, él ya intuía que eso era para siempre. En los 90, en el país Sendero y las FFAA no tenían más la exclusividad de matar. La droga había ingresado con los movimientos hippies y se había instaurado para reinar entre aquellos que buscaban completar los espacios vacíos de sus vidas, o simplemente, experimentar.


Según mis tíos, mi abuela, mi mamá y todos los que lo conocieron, Peter era más ameno que los demás. La muerte de su hermano Jhon lo había fortalecido, y a la vez inducido a continuar en ese submundo irreal. Quizás ahí, Peter se podía encontrar con él y jugar como lo hacían antes. Tal vez, ahí no existían las presiones de una sociedad exquisita y llena de prejuicios. Puede ser que en ese mundo Peter podía ser libre. No lo sé. Lo que sí sé (después de 15 años), es que esa libertad la perdió tan rápido como la vida.

La casa de mi Tía Nelly me parecía tan lejana, que a veces hasta sentía temor de nunca llegar. Viajábamos de a tres en la parte trasera, pensando en qué nuevas piruetas le enseñaríamos al perro. Claro que él nunca entendía, y casi siempre solía desairarnos. Después de todo, sabía que lo obligaríamos. Si para nosotros esa casa era un refugio, para mis papás era un alivio. Cada vez que los invitaban a alguna reunión, nosotros ya estábamos con el pelo engominado, limpios y dispuestos a acampar en la sala de mi tía. Sin embargo, fue cuando él llegó que empecé a tener más ganas de ir.



Peter a los 30 años ya no tenía la misma ganas de vivir, la droga lo había consumido, tanto o más que a sus padres. Mis tíos habían adoptado posturas diferentes e indiferentes. Luego de sortear la suerte de Peter por clínicas de rehabilitación, viajes y estudios universitarios, ellos decidieron que ya habían perdido a un hijo. Cuando nosotros nos refugiábamos ahí, creo que en realidad, eran mis tíos, los que buscaban un escondite. Por eso, siempre éramos los reyes de lo que quedaba de esa familia. Pero a mí no me gustaba reinar cuando habían unos ojos que miraban extraviados tras la ventana, buscando formar parte de esa realeza, queriendo volver a ser del linaje que algún día tuvo, de entrar a ese castillo que terminó destruyéndose con cada pitazo que se metía. Peter era mi tío, tan cercano como los que estaban a mi alrededor, imposible poder negarme a entablar la misma relación. Su adicción a las drogas no podría ser un impedimento. Y no lo fue.

Mi tío Peter empezó a ser el mejor de los tíos. Nos compraba dulces y nos dejaba jugar con su guitarra, cada vez que él no la estuviera tocando. Cuando lo hacía, cantaba para él, quizá para huir de nuevo del flagelo de su vicio. Nunca lo sabré. Luego de algunos meses, desapareció. “Se ha ido a Miami”, nos respondían cada vez que preguntábamos por él. Éramos tan niños que para nosotros Miami era como ir a Cañete, eso explicaba nuestra insistencia y, por ende, la desesperación de los demás. Un día apareció mi tía Nelly, su mamá, con dos medallas plateadas, en ellas estaban escritos nuestros nombres, y al otro lado unas grandes letras grabadas decían Miami Beach. Nos quedamos contentos con el regalo. Mi tío se había acordado de nosotros, y quizá pronto volvería a darnos otra serenata. Nunca imaginamos que el Miami donde estuvo no tenía playas ni sol, ni mucho menos arena. Él estaba encerrado, privado de ver el mundo, acompañado de unas rejas oxidadas que no lo dejaban escapar. Estaba preso y 15 años después me vine a enterar. Ahora que él no está más, cuando sus cenizas duermen al lado de su foto, en un rincón de esa casa de la que seguro nunca terminó de entrar, observo la medalla que él mismo fabricó para endulzar su mentira y pienso en su sufrimiento, en su soledad. La apreto entre mis manos y aborrezco más los argumentos vacíos de quiénes al igual que él, se matan por conseguir una 'jalada'. Peter se fue preso de esa miseria a la que solo él eligió como cárcel. Maldita decisión, maldita droga.


Sin Final Feliz




Era martes por la noche y Mayra sólo podía escuchar las gotas que caían por la tubería averiada de su baño. Apenas faltaban dos horas para que el brillo de la mañana dibujara su sombra en la pared. Ella, sin embargo, cada vez más aterrada, intranquila, ahora eran sus lágrimas las que sonaban en el silencio de la madrugada, mezclándose con una voz que desde ese día no la había dejado dormir.


Mayra conoció a Gustavo en una reunión de amigos cuando él aún vivía en Magdalena. Ella era alta, de cabellos largos, ondeados y desteñidos por los químicos baratos que cada fin de semana se untaba. Cuando tenía 18 años ya cursaba el segundo ciclo de Administración en la Universidad Federico Villarreal. Cuando conoció a Gustavo, a los 22, sólo pensaba en poder terminar la carrera universitaria, y presentar la tesis que la titularía como administradora. Él, un flaco alto y desgarbado, tenía en la cabeza, además, de una gorra sucia y fosforescente, otras prioridades.

Era 14 de marzo y en la mesa del comedor, una gran torta con bordes de chantillí y cerezas entrelazadas esperaba por Mayra. Líneas de chocolate delineaban su nombre, y una vela tenía forma de un signo de interrogación, el mismo signo que se apoderaba de Mayra cada vez que recordaba el retraso de su menstruación.

Una semana después las dudas se volvieron pesadillas, y las ojeras empezaban a delatarla. Sus ropas empezaban a balancearse por su delgadez y su tez se volvió amarillenta.


- Necesito que me acompañes a la clínica.
- ¿Te sientes mal?, ¿Qué pasa?
- Vamos. Creo que estoy embarazada.

Sandra no dudó en acompañarla. Habían sido amigas y vecinas desde que tenían menos de cinco años, además, fue ella quién le presentó a Gustavo, y ese pequeño remordimiento le carcomía la tranquilidad. Se acercaron a un centro médico en Magdalena, un letrero sucio y descolorido anunciaba la ecografía que ella buscaba. Le pagó cinco soles a la anciana sentada atrás del vitral que una flecha señalaba como caja. Pasaron cinco minutos y un grito que venía del consultorio pronunciaba su nombre.


- ¿Entro contigo?
- No, espérame. Entro y salgo al toque.

Mayra intentaba tranquilizarse, minimizando la situación. Pensaba en los exámenes finales que tenía en la semana. Investigación, Análisis de mercado, Taller de calidad, Finanzas. Ni el gel helado que le untaron sobre el vientre distrajo su atención.

- Tienes 7 semanas. Felicitaciones, vas a ser mamá, disparó el doctor con una sonrisa.
Aún con la barriga descubierta y la garganta muda, limpió sus lágrimas, y se fue.

Todo está decidido entonces, no hay vuelta atrás. Esto no puede ser más difícil de lo que parece. Me lo bajo y ya. Gustavo no va aceptar esto. Él nunca se va a separar de su mujer. Aunque mejor lo tengo...no, no, me lo bajo y termino con esto.

- Laura, estoy embarazada, necesito que me prestes 30 soles.

Laura empezó a llorar, de pena, de amargura y de remordimiento. Ya ella el año pasado había sufrido lo mismo. Estuvo a punto de morir desangrada por el aborto que le hicieron en una clínica clandestina en la Avenida. Wilson. Sin embargo, nunca permitiría que su prima y mejor amiga, se arruinase la vida y los estudios por un “error”. Laura, le contó entonces una nueva opción para terminar con el problema: el citotec. El CITOTEC es una pastilla que se vende, o se debería vender sólo bajo prescripción médica. Sin embargo, algunos países de Europa lo utilizan de manera legal para inducir el aborto. Esta pastilla es un similar a la prostaglandina, sustancia que es la encargada de las contracciones uterinas durante el parto. Utilizarlas en los primeros meses de embarazo provoca un aborto químico, es decir sin intervención quirúrgica, con una efectividad de casi el 98%.

Ese viernes 28 de marzo, Mayra ya estaba completamente decidida, realmente no había marcha atrás. Empacó un pijama, un buzo viejo y tres calzones. Era lo necesario según le había contado Laura. Se hospedarían en un hotel en el centro de Lima, tomaría las pastillas, expulsaría al feto y regresaría al día siguiente a su casa. La relación que Mayra tenía con su madre era otro de los alicientes para evitar tener a su hija, que según la ecografía que Sandra luego recogiera, estaba en buen estado de salud. Para Mayra defraudar las esperanzas de su mamá iba a ser mucho más doloroso que su aborto, teniendo en cuenta que era la única hija y recordando además los sacrificios que hizo para que ella pudiera estudiar. Por eso le mintió, no le aguantó la vergüenza para hacerlo de frente así que le dejó una nota, dónde escribió que se iba de viaje el fin de semana con unas amigas, apuntó el celular de Laura al lado derecho y firmó con líneas temblorosas su nombre.

El hotel no tenía nombre, ni seguridad, ni mucho menos prestigio. Sólo atendía un hombre obeso que masticando un chicle pedía diez soles por cuarto. Entraron a la habitación y Laura empezó a acomodar sus maletas. De su cartera sacó las 6 pastillas de citotec, las envolvió en una bolsa plástica y las dejó sobre la mesa de noche. Eran las ocho de la noche, prendieron una radio vieja que sintonizaba sólo boleros y se recostaron a descansar. Dos horas después Laura, con un vaso con agua en una mano y el citotec en la otra, despertaba a Mayra para empezar con la dosis. Mayra tomó una pastilla y se introdujo dos por la vagina. Veinte minutos después repitió lo mismo. Por un momento intentó arrepentirse, pensó en cómo su mamá se alegraría con su hija, que seguro sería traviesa y alegre como era ella. Se introdujo el dedo en la boca para inducir el vómito pero las compresiones en el vientre ya estaban empezando. Se recostó sobre la cama y vio en el celular de Laura que eran las doce y media de la mañana, las lágrimas que corrían por su rostro se iban secando mientras se quedaba dormida. A la una el dolor ya era insoportable, pensó que moriría y no tenía miedo de eso, prefería desaparecer a cargar con la culpa de haber matado a su hija. Pretendía dormir pero no lo conseguía, los escalofríos y los calambres le recorrían el cuerpo entero. Laura la abrigaba con todo lo que encontraba y la intentaba calmar con frases que la angustia le arrancaba.

- ¿Ya quieres orinar?, le preguntó a las seis de la mañana.
- No, apenas pudo balbucear Mayra.
Dos horas después le hizo la misma pregunta y esta vez Mayra ya sentía unas ganas incontenibles de ir al baño. Entró, se sentó en el inodoro y sintió como el líquido se vaciaba entre sus piernas. De repente algo cayó con fuerza y le dolió. Nunca pudo ver más que la sangre que invadía el cuarto de baño. Fue ahí que se echó a llorar, y fue ahí cuando esa voz apareció, recordándole que alguna vez tuvo una hija, que sería igual a ella, igual de traviesa e igual de feliz.