sábado, 4 de abril de 2009

Cuando Miami nunca existió


Es difícil reaccionar frente a una verdad contada después de 15 años. Es como si te pegaran ahora, y cuando cumplieras 40, recién empezaras a sentir el dolor. Es incierto precisar, aún cuando nos llegamos a conocer tanto, qué sentiremos cuando nos invade una verdad escondida.


Amarrarme los zapatos, sin dejar los lazos ahorcándose entre sí, era mi prioridad. Le seguían, el conocer a las dalinas de Nubeluz y conseguir que mi mamá aceptara adoptar un perro. En esos años, mientras las noches se anunciaban con coches bombas, vivíamos aún en La Victoria. Tener 8 años bastaba para justificar mi indiferencia al enfrentamiento que agobiaba al país, por lo tanto, nunca me esmeré en saber más de lo que me contaban. Para mí Abimael era el malo y Fujimori, bueno, Fujimori era el chino. Por eso, teníamos como refugio la casa de mi tía Nelly. Me encantaba repetirlo cuando íbamos en el auto verde de mi papá. En esa casa podía jugar a tener un perro (aunque el pobre nunca entendiera), y podía alucinar que era uno de ellos.


Peter tenía 4 hermanos para jugar, y 4 hermanos para cuidar. Él era el mayor, pero el menos indicado para imitar. Desde los 15 años probó la marihuana. Cuando sus amigos del colegio se la presentaron, él ya intuía que eso era para siempre. En los 90, en el país Sendero y las FFAA no tenían más la exclusividad de matar. La droga había ingresado con los movimientos hippies y se había instaurado para reinar entre aquellos que buscaban completar los espacios vacíos de sus vidas, o simplemente, experimentar.


Según mis tíos, mi abuela, mi mamá y todos los que lo conocieron, Peter era más ameno que los demás. La muerte de su hermano Jhon lo había fortalecido, y a la vez inducido a continuar en ese submundo irreal. Quizás ahí, Peter se podía encontrar con él y jugar como lo hacían antes. Tal vez, ahí no existían las presiones de una sociedad exquisita y llena de prejuicios. Puede ser que en ese mundo Peter podía ser libre. No lo sé. Lo que sí sé (después de 15 años), es que esa libertad la perdió tan rápido como la vida.

La casa de mi Tía Nelly me parecía tan lejana, que a veces hasta sentía temor de nunca llegar. Viajábamos de a tres en la parte trasera, pensando en qué nuevas piruetas le enseñaríamos al perro. Claro que él nunca entendía, y casi siempre solía desairarnos. Después de todo, sabía que lo obligaríamos. Si para nosotros esa casa era un refugio, para mis papás era un alivio. Cada vez que los invitaban a alguna reunión, nosotros ya estábamos con el pelo engominado, limpios y dispuestos a acampar en la sala de mi tía. Sin embargo, fue cuando él llegó que empecé a tener más ganas de ir.



Peter a los 30 años ya no tenía la misma ganas de vivir, la droga lo había consumido, tanto o más que a sus padres. Mis tíos habían adoptado posturas diferentes e indiferentes. Luego de sortear la suerte de Peter por clínicas de rehabilitación, viajes y estudios universitarios, ellos decidieron que ya habían perdido a un hijo. Cuando nosotros nos refugiábamos ahí, creo que en realidad, eran mis tíos, los que buscaban un escondite. Por eso, siempre éramos los reyes de lo que quedaba de esa familia. Pero a mí no me gustaba reinar cuando habían unos ojos que miraban extraviados tras la ventana, buscando formar parte de esa realeza, queriendo volver a ser del linaje que algún día tuvo, de entrar a ese castillo que terminó destruyéndose con cada pitazo que se metía. Peter era mi tío, tan cercano como los que estaban a mi alrededor, imposible poder negarme a entablar la misma relación. Su adicción a las drogas no podría ser un impedimento. Y no lo fue.

Mi tío Peter empezó a ser el mejor de los tíos. Nos compraba dulces y nos dejaba jugar con su guitarra, cada vez que él no la estuviera tocando. Cuando lo hacía, cantaba para él, quizá para huir de nuevo del flagelo de su vicio. Nunca lo sabré. Luego de algunos meses, desapareció. “Se ha ido a Miami”, nos respondían cada vez que preguntábamos por él. Éramos tan niños que para nosotros Miami era como ir a Cañete, eso explicaba nuestra insistencia y, por ende, la desesperación de los demás. Un día apareció mi tía Nelly, su mamá, con dos medallas plateadas, en ellas estaban escritos nuestros nombres, y al otro lado unas grandes letras grabadas decían Miami Beach. Nos quedamos contentos con el regalo. Mi tío se había acordado de nosotros, y quizá pronto volvería a darnos otra serenata. Nunca imaginamos que el Miami donde estuvo no tenía playas ni sol, ni mucho menos arena. Él estaba encerrado, privado de ver el mundo, acompañado de unas rejas oxidadas que no lo dejaban escapar. Estaba preso y 15 años después me vine a enterar. Ahora que él no está más, cuando sus cenizas duermen al lado de su foto, en un rincón de esa casa de la que seguro nunca terminó de entrar, observo la medalla que él mismo fabricó para endulzar su mentira y pienso en su sufrimiento, en su soledad. La apreto entre mis manos y aborrezco más los argumentos vacíos de quiénes al igual que él, se matan por conseguir una 'jalada'. Peter se fue preso de esa miseria a la que solo él eligió como cárcel. Maldita decisión, maldita droga.


3 comentarios:

  1. Debo comenzar mis comentarios diciendo que: "A pesar de ser muy amiga mía nunca supe ese lado de su vida- mejor dicho la de su tio-. Realmente una historia bien contada.

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  2. Cada familia siempre tendrá un lado oscuro por ocultar q a la final después de días, meses o años salen a luz.. pero aún así debemos apreciar los buenos recuerdos q alguna vez estuvo con nosotros.. buen blog de tu tío. - C.O

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  3. Lourdes... sinceramente, magistral. Tu sabes que suelo ser muy mmm duro en mis opiniones.. pero sinceramente, Lourdes me has dejado impresionado. Tienes mucho talento. Felicitaciones.

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