sábado, 4 de abril de 2009

Sin Final Feliz




Era martes por la noche y Mayra sólo podía escuchar las gotas que caían por la tubería averiada de su baño. Apenas faltaban dos horas para que el brillo de la mañana dibujara su sombra en la pared. Ella, sin embargo, cada vez más aterrada, intranquila, ahora eran sus lágrimas las que sonaban en el silencio de la madrugada, mezclándose con una voz que desde ese día no la había dejado dormir.


Mayra conoció a Gustavo en una reunión de amigos cuando él aún vivía en Magdalena. Ella era alta, de cabellos largos, ondeados y desteñidos por los químicos baratos que cada fin de semana se untaba. Cuando tenía 18 años ya cursaba el segundo ciclo de Administración en la Universidad Federico Villarreal. Cuando conoció a Gustavo, a los 22, sólo pensaba en poder terminar la carrera universitaria, y presentar la tesis que la titularía como administradora. Él, un flaco alto y desgarbado, tenía en la cabeza, además, de una gorra sucia y fosforescente, otras prioridades.

Era 14 de marzo y en la mesa del comedor, una gran torta con bordes de chantillí y cerezas entrelazadas esperaba por Mayra. Líneas de chocolate delineaban su nombre, y una vela tenía forma de un signo de interrogación, el mismo signo que se apoderaba de Mayra cada vez que recordaba el retraso de su menstruación.

Una semana después las dudas se volvieron pesadillas, y las ojeras empezaban a delatarla. Sus ropas empezaban a balancearse por su delgadez y su tez se volvió amarillenta.


- Necesito que me acompañes a la clínica.
- ¿Te sientes mal?, ¿Qué pasa?
- Vamos. Creo que estoy embarazada.

Sandra no dudó en acompañarla. Habían sido amigas y vecinas desde que tenían menos de cinco años, además, fue ella quién le presentó a Gustavo, y ese pequeño remordimiento le carcomía la tranquilidad. Se acercaron a un centro médico en Magdalena, un letrero sucio y descolorido anunciaba la ecografía que ella buscaba. Le pagó cinco soles a la anciana sentada atrás del vitral que una flecha señalaba como caja. Pasaron cinco minutos y un grito que venía del consultorio pronunciaba su nombre.


- ¿Entro contigo?
- No, espérame. Entro y salgo al toque.

Mayra intentaba tranquilizarse, minimizando la situación. Pensaba en los exámenes finales que tenía en la semana. Investigación, Análisis de mercado, Taller de calidad, Finanzas. Ni el gel helado que le untaron sobre el vientre distrajo su atención.

- Tienes 7 semanas. Felicitaciones, vas a ser mamá, disparó el doctor con una sonrisa.
Aún con la barriga descubierta y la garganta muda, limpió sus lágrimas, y se fue.

Todo está decidido entonces, no hay vuelta atrás. Esto no puede ser más difícil de lo que parece. Me lo bajo y ya. Gustavo no va aceptar esto. Él nunca se va a separar de su mujer. Aunque mejor lo tengo...no, no, me lo bajo y termino con esto.

- Laura, estoy embarazada, necesito que me prestes 30 soles.

Laura empezó a llorar, de pena, de amargura y de remordimiento. Ya ella el año pasado había sufrido lo mismo. Estuvo a punto de morir desangrada por el aborto que le hicieron en una clínica clandestina en la Avenida. Wilson. Sin embargo, nunca permitiría que su prima y mejor amiga, se arruinase la vida y los estudios por un “error”. Laura, le contó entonces una nueva opción para terminar con el problema: el citotec. El CITOTEC es una pastilla que se vende, o se debería vender sólo bajo prescripción médica. Sin embargo, algunos países de Europa lo utilizan de manera legal para inducir el aborto. Esta pastilla es un similar a la prostaglandina, sustancia que es la encargada de las contracciones uterinas durante el parto. Utilizarlas en los primeros meses de embarazo provoca un aborto químico, es decir sin intervención quirúrgica, con una efectividad de casi el 98%.

Ese viernes 28 de marzo, Mayra ya estaba completamente decidida, realmente no había marcha atrás. Empacó un pijama, un buzo viejo y tres calzones. Era lo necesario según le había contado Laura. Se hospedarían en un hotel en el centro de Lima, tomaría las pastillas, expulsaría al feto y regresaría al día siguiente a su casa. La relación que Mayra tenía con su madre era otro de los alicientes para evitar tener a su hija, que según la ecografía que Sandra luego recogiera, estaba en buen estado de salud. Para Mayra defraudar las esperanzas de su mamá iba a ser mucho más doloroso que su aborto, teniendo en cuenta que era la única hija y recordando además los sacrificios que hizo para que ella pudiera estudiar. Por eso le mintió, no le aguantó la vergüenza para hacerlo de frente así que le dejó una nota, dónde escribió que se iba de viaje el fin de semana con unas amigas, apuntó el celular de Laura al lado derecho y firmó con líneas temblorosas su nombre.

El hotel no tenía nombre, ni seguridad, ni mucho menos prestigio. Sólo atendía un hombre obeso que masticando un chicle pedía diez soles por cuarto. Entraron a la habitación y Laura empezó a acomodar sus maletas. De su cartera sacó las 6 pastillas de citotec, las envolvió en una bolsa plástica y las dejó sobre la mesa de noche. Eran las ocho de la noche, prendieron una radio vieja que sintonizaba sólo boleros y se recostaron a descansar. Dos horas después Laura, con un vaso con agua en una mano y el citotec en la otra, despertaba a Mayra para empezar con la dosis. Mayra tomó una pastilla y se introdujo dos por la vagina. Veinte minutos después repitió lo mismo. Por un momento intentó arrepentirse, pensó en cómo su mamá se alegraría con su hija, que seguro sería traviesa y alegre como era ella. Se introdujo el dedo en la boca para inducir el vómito pero las compresiones en el vientre ya estaban empezando. Se recostó sobre la cama y vio en el celular de Laura que eran las doce y media de la mañana, las lágrimas que corrían por su rostro se iban secando mientras se quedaba dormida. A la una el dolor ya era insoportable, pensó que moriría y no tenía miedo de eso, prefería desaparecer a cargar con la culpa de haber matado a su hija. Pretendía dormir pero no lo conseguía, los escalofríos y los calambres le recorrían el cuerpo entero. Laura la abrigaba con todo lo que encontraba y la intentaba calmar con frases que la angustia le arrancaba.

- ¿Ya quieres orinar?, le preguntó a las seis de la mañana.
- No, apenas pudo balbucear Mayra.
Dos horas después le hizo la misma pregunta y esta vez Mayra ya sentía unas ganas incontenibles de ir al baño. Entró, se sentó en el inodoro y sintió como el líquido se vaciaba entre sus piernas. De repente algo cayó con fuerza y le dolió. Nunca pudo ver más que la sangre que invadía el cuarto de baño. Fue ahí que se echó a llorar, y fue ahí cuando esa voz apareció, recordándole que alguna vez tuvo una hija, que sería igual a ella, igual de traviesa e igual de feliz.

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